¿Es el internista el médico de cabecera?

Tomado de Bitácora medica

Por Dr. Rafael Muci Mendoza (*)

En la formación de la personalidad del médico internista se conjugan múltiples rasgos o elementos indispensables que contribuyen a conferirle un rango especial y destacado dentro de la comunidad médica.

El principal, pensamos, es la curiosidad científica: un ansia de saber no sólo limitada a una parcela corporal, sino al ser humano como ente total e indivisible y al medio en el cual se relaciona; un proceso al cual accede mediante la adquisición de amplios conocimientos en materia médica comenzando por ciencias básicas tales como anatomía normal y patológica, fisiología normal y patológica, bioquímica, farmacología, genética, biología molecular, bioestadística y epidemiología clínica, para finalizar su tarea en el ámbito de la patología interna, en el conocimiento de las enfermedades en todos sus aspectos y variaciones y particularmente en nuestro caso, en lo atinente a la patología tropical.

Un segundo componente se refiere a la habilidad clínica, producto del estrecho y profundo contacto personal con los enfermos y sus aconteceres, de la observación crítica y del examen clínico inteligente y meticuloso sugerido por una anamnesis rigurosa, que ejercidas intensamente, conducen al dominio de la semiótica y al incremento de la capacidad para extraer del enfermo la información más conveniente y provechosa. Al través de la repetición de este ejercicio, el internista acaba por internalizarlo y transformarlo en un hábito, en una forma de ser y hacer, mediante el cual puede llegar efectivamente al “desiderátum” de la experiencia, no otra cosa que ver diferencias significativas donde para otros todo parece homogéneo, en poder diferenciar de entre un grupo de hechos lo que es trivial de lo que es capital, en reconocer los matices que el ser espiritual, biológico y la personalidad del paciente imprimen a “su” enfermedad. · Además, en el proceso del diagnóstico, vale decir, en la ejecución de la historia clínica, el internista requiere del dominio del método científico, modelo hipotético deductivo fundamentado en el conocimiento obtenido del paciente –adquisición de una base de datos-, que genere una o más hipótesis para que puedan ser eliminadas o validadas posteriormente mediante la adquisición de nueva información, y que de esta forma, luego de descartar otras posibilidades –diagnóstico diferencial-, lleve al esclarecimiento de la causa positiva o diagnóstico de certitud.

Otra cualidad del internista se refiere a su compromiso y disposición a adquirir erudición y sabiduría; la primera, mediante el estudio de la evolución del pensamiento médico a lo largo de los tiempos, única vía para hacerse de una visión genuina que le lleve a reconocer, comprender y criticar las virtudes, sesgos y prejuicios inmanentes a los avances tecnológicos, por ahora “recientes”, no sólo en lo concerniente a los conocimientos médicos y biológicos del momento, sino también a los progresos en el área de las artes y otras ciencias; la segunda, adquirida a través de revestirse de humildad, misericordia y compasión por el desheredado de la salud. · La postura del internista de cara al progreso, debe revelarlo como un profesional de avanzada: La adquisición de un equilibrado criterio frente a la constante renovación de los conocimientos, debe servirle para que la rutina no le ate al pensamiento de una época, ni su exceso de entusiasmo le conduzca a aprobar de inmediato todo nuevo saber, modo de ver o forma de hacer.

Y por último y no menos importante, la actitud antropológica frente al enfermo, tal vez la más sublime y dura responsabilidad que el internista lleva a cuestas en medio de un ambiente cada vez más materializado y cosificante, no otra cosa que la culminación de su ruta hacia su realización como hombre, como ciudadano comprometido y como médico: Es una expresión de la madurez referida a la comprensión total del enfermo, a la interpretación de las disfunciones orgánicas de éste, en el contexto de su ambiente y su vida personal, entrelazado con aquello que fue su pasado, de esto que le ocurre en el “aquí y el ahora” de su trajinar existencial, y del efecto que podrá tener en su proyecto vital futuro. Vale decir, una comprensión sin excepción del sentido humano del enfermo, amalgamado a la biografía personal.

La filosofía del antiguo Asclepíades nacida con los hipocratistas hace cerca de 2.500 años en la isla griega de Cos, enfatizaba la “tékhne iatriké”, entendida como “Un saber hacer, sabiendo por qué se hace lo que se hace”, donde prevalecía la “observatio” al lado del enfermo, imbricada con las circunstancias de su ambiente, ejercida con sentido de armonía, de belleza, de equilibrio y proporción, de estricto apego a la relación entre la parte y el todo, en fin, preservando una unidad indivisible. En el Siglo XV, Sir Thomas Sydenham (1624-1689) en Inglaterra y Hermann Boerhaave (1668-1738) en Holanda, retomaron el olvidado concepto de que el oficio se aprende más de la observación a la cabecera del enfermo, que de la argumentación en un aula de clases, y confieren a la medicina un nuevo aspecto que se mantiene hasta la revolución tecnológica del Siglo XX. Es entonces cuando comienza a resquebrajarse y a desaparecer, el patrón clásico de la obtención de la información directamente desde el paciente y su circunstancia, y a ser reemplazada por su adquisición a espaldas del sufrido al través de la parafernalia tecnológica donde todo aspecto humano es ignorado.

Los internistas sentimos orgullo y gustamos de ser llamados “clínicos”. La raíz etimológica de esta palabra que significa “cama” o “lecho”, enfatiza que es allí, como en ninguna otra parte, en la proximidad física y espiritual del enfermo, donde brindamos nuestros cuidados curamos o aliviamos -¡qué no “manejamos”, un término reduccionista como ahora se propugna!-, al tiempo que aprendemos, crecemos en lo profesional y en lo humano, y amalgamada a nuestra esencia, enseñamos con nuestros procederes actitudes, formas de hacer y pensar.

La estrechez y la sempiterna pluricarencia en que el internista debe ejercer su misión en las instituciones públicas, no debe hacerle volverse en decepcionante estampida e intolerante frustración; antes bien debe incitarle a idear y refinar nuevas maneras de atención y cuidado, donde el peso de su personalidad y su trato afectuoso y bondadoso le permitan al menos paliar la situación comprometida del enfermo. Constancio C. Vigil (1876-1954), escribió en 1915 un pequeño libro llamado “El Erial” que rezuma belleza y bondad. En él nos lega la Parábola de Alicharán, que copiamos textualmente: “La clientela era tan pobre, que únicamente de su amor se fiaba Alicharán para asistirla. En su primera visita de aquella mañana, al disponerse a indicar un tratamiento, vio que la esposa del enfermo le hacía una seña: -Doctor-, le dijo en voz baja, estamos sin dinero ¿qué ordenará usted? Sólo tengo aceite. –Es lo que conviene- contestó. Y le dijo la manera de aplicarlo. En la segunda visita los parientes le advirtieron: Nada tenemos, ¿quizá servirá la sal? –Con ello curaremos al enfermo-, repuso Alicharán. En otras casas ni siquiera poseían tales sustancias, y había que recurrir a la tierra, al agua, a la ceniza, a las hojas de las plantas. Así todos los días, y todos los días curaba. Era un médico sabio Alicharán; pero no se supo entonces, no se sabe quizás hoy, que era lo más grande en él: si la bondad o la sabiduría…”

El DRAE define al médico de cabecera como “el que asiste especialmente y de continuo al enfermo”; y ante la pregunta de quién debería ser considerado como tal, no dudamos en aseverar que en nuestro concepto, y sobre la base de su personalidad múltiple y particular, de sus vivos intereses en el todo humano y en las partes que lo constituyen, no a otro médico que al internista, le corresponde el privilegio de serlo. No debemos por tanto consentir, que la subespecialización precoz, equivocado epílogo de la formación del novel internista venezolano antes de haber fortalecido una manera holística de percibir las situaciones y de haber afianzado su criterio y su práctica, coarte su capacidad para alcanzar este rango de excepción.

(*) Médico Cirujano egresado de la Universidad Central de Venezuela. Con especialidad en Medicina Interna en el Hospital José María Vargas. Doctor en Ciencias Médicas de la Universidad del Zulia. Pertenece a 16 sociedades científicas nacionales e internacionales y ha participado en múltiples congresos, cursillos y mesas redondas donde ha dictado más de 1.100 charlas y conferencias magistrales relacionadas con la Medicina Interna, Neuro-Oftalmología, Neurología y temas de moral y ética médica. Miembro Titular de la Sociedad Venezolana de Medicina Interna. Miembro de la North American Neuro-Ophthalmology Society. Miembro Honorario de la Sociedad Venezolana de Oftalmología.

Fuente: texto publicado en el Boletín de la Academia Nacional de Medicina de Venezuela de febrero de 2011.

Acerca de Francisco Kerdel Vegas

Médico dermatólogo. Embajador y académico recibió Premio Martín Vegas de la Sociedad Venezolana de Dermatología. Individuo de Número de la Academia de Ciencias Físicas y Matemáticas de Venezuela (Sillón XIII, 1971). Doctor en Ciencias Médicas de la UCV. Vicerrector Académico (fundador) de la Universidad Simón Bolívar. Fue elegido directamente Individuo de Número de la Academia Nacional de Medicina Sillón XXIV en 1967, incorporado por su trabajo "Autorradiografía en Dermatología".

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