El doctor Marion B. SULZBERGER (1895-1983), mi maestro y mentor, ha pasado a ser una figura legendaria, considerado por muchos como el
dermatólogo más influyente del siglo XX. Su vida y obras son un importante legado para la medicina contemporánea y ejerció una poderosa
influencia positiva y obligante para todos aquellos que fuimos sus discípulos y para quienes por cualquier circunstancia entraron en la
órbita de sus múltiples acciones.
Graduado de médico en la prestigiosa Universidad de Zürich en 1926 se especializó allí en dermatología y más tarde en Breslau, bajo uno de los
grandes maestros de la especialidad, Joseph JADASSOHN, regresando luego a su ciudad natal, Nueva York.
Allí , el año de 1933, se encontró con la necesidad de revalidar sus conocimientos ante una institución recién fundada (en 1932), el
«American Board of Dermatology», que no se dió por satisfecho con las magníficas credenciales de las más acreditadas universidades y
hospitales de la Europa de esa época, y exigió que el joven dermatólogo -que ya no lo era tanto, pues tenía 38 años- se sometiera a todos los
exámenes exigidos a quienes terminaban su entrenamiento en los Estados Unidos.
Y aquí viene la divertida anécdota que voy a narrar, típica de la personalidad y carácter agudo -hasta irónico y mordaz- del doctor
SULZBERGER, que según me contaron, ideó toda una estratagema para en cierta forma burlarse de sus examinadores, pero de una manera que no
diera lugar a discusión y ofensas. Como es fácil imaginar la decisión del «Board» de no darle la equivalencia a sus estudios de postgrado en
Suiza y Alemania (que en ese momento eran posiblemente los centros más prestigiosos de la dermatología mundial) no era precisamente una
conducta amigable, pero no le quedaba otra opción que acatarla, para poderse integrar a la dermatología docente y hospitalaria de su país de
origen. Al efecto adquirió un atuendo infantil de «tirolés» y se presentó al examen oral -ante los más distinguidos dermatólogos
estadounidenses de la época-, disfrazado con pantalones cortos de cuero, tirantes, un sombrerito de fieltro verde con su plumita, y como
si fuera poco, con un bulto escolar en la espalda. Era evidente que invocaba un simbolismo que retaba a sus examinadores y que no podía
pasar desapercibido a todos los participantes. Es de imaginar que quienes así fueron retados, escudriñaron a fondo los conocimientos del
examinando. Pero, habiendo ocurrido en un medio donde la instituiones son respetables y respetadas, a fin de cuentas, pasaron por alto el
atuendo, examinaron como debían al aspirante, se reconocieron los méritos del nuevo especialista y la cosa no pasó de ser un simple juego,
que le permitió al examinando expresar simbólicamente su desacuerdo conlas nuevas reglas que ponían en duda la rigurosidad de su formación
especializada. Por su parte los examinadores no se inmutaron con el evidente «disfraz» del examinando y cumplieron con su rutina, dándole
pleno reconocimiento a su demostrado talento y preparación.
GRacias Francisco por compartir esta graciosa anecdota con los lectores de piel lactinoamericana. Me ha hecho reir muchisimo. De alguna manaera confirma el dicho popular de que «el habito no hace al monje», indudable sentencia que corroboraria algo que oi hace poco, que decia que el amor mas indestructible es el AMOR PROPIO, o la conciencia de SER.
MIl saludos profesor.
Raquel Ramos.