Por Martha Miniño
Para Antonio Guzmán Fawcet
El profesor trabajaba tanto que apenas tenía tiempo para si mismo o cambiarse. A veces lo veíamos que llegaba a la cátedra con el mismo saco, semana tras semana, o bien, un calcetín azul y uno blanco, que despistado no atinaba a mirar. Los estudiantes no se atrevían a reírse de él, era tanto el respeto que inspiraban sus clases que nadie osaba por pecar de gracioso o más simpático de la cuenta.
Lo cierto es que las clases del profesor Guzmán eran las más solicitadas por el estudiantado de la facultad, llenas de tope a tope, casi no se oía un susurro, sólo el rasgado de los lápices sobre el papel de los que osaban desviar su atención de la elegante figura vestida de negro, corbata negra o azul e impecable camisa blanca, que con el tiempo empezó a lucir arrugada y mientras más surcos mostraba la ropa, más animadas y didácticas resultaban sus clases, más empapadas de conocimientos, anécdotas y frases pícaras, muchas de doble sentido.
Dictaba cátedras de Fisiología, Histología y Patología en la Escuela de Medicina de nuestra ciudad. Apuraba a sus alumnos a estudiar de varios libros a la vez y muchas veces la clase se desviaba por derroteros más filosóficos e inundaba el salón con experiencias en la mesa de disección o historias propias de la vida, sacando del sueño a cualquiera con una de sus preguntas, que lanzaba como dardos y sin venir al tema metafísico en cuestión, hacía que el pobre estudiante, tarado por la sorpresa, razonase su respuesta en base a las experiencias previas citadas.
Guzmán llegó de un pueblecito a la ciudad, aturdido por el tránsito y el bullicio sólo tenía en mente un cosa, ser un buen médico e instalarse en ese pueblo perdido de donde venía. Otra historia le deparó el destino. Ennoviado desde muy temprano, las circunstancias el endilgaron un embarazo a destiempo, a duras penas terminó la carrera, con excelentes notas, eso si, pero endeudado hasta más no poder.
La facultad le ofreció una sencilla cátedra como ayuda, entusiasmado, se dedicó a ella, mientras acudía diariamente al hospital a sus prácticas de disección, necropsias, practicando en muertos sus futuras cirugías, pero de ahí no paso, su escalpelo no llegó a lacerar la piel viva y hacerle sangrar. Otra boca más, puf ¡ Más cátedra, mas estudios.
El tiempo pasó y sumaron cuatro chiquitines, cuatro cátedras, al hospital sólo salía los fines de semana, para desesperación de su esposa, quien le reclamaba su ayuda y compañía en su tiempo libre, tiempo libre ? Ora estudiando para ir día a día con sus clases, ora disecando y escudriñando en las necropsias y el microscopio. A ello se le suman los diferentes textos de la más variada índole, desde Homero y Séneca hasta Descartes, Montesquieu, Chatobriand, Roussseu, Joice, Verne, Sagan, Isamov, Clark, Borges, Fuentes, Poe, Lovecraft, Planx, etc, etc. Cualquier autor que valiese la pena mencionar caía a sus manos y era objeto de estudio y hasta devoción, y no mencionemos las inmensas columnas de libros médicos de todo tipo, que diariamente consultaba, levantando el polvo de sus tapas, eso si, nadie, ni siquiera su mujer podía entrar a su estudio, que podía lucir como cualquier cosa y que era llamado el cuarto de los desesperados por la frágil esposa, algo encorvadita con los años y los partos.
Lo que apenas comenzó como una cátedra con pocos estudiantes de cara aburrida se fue tornando en uno de los principales atractivos de la casa universitaria. Los estudiantes salían satisfechos con el profesor que no aburría a nadie con sus peroratas y cuyos exámenes, a pesar del miedo que le tenían, eran cuestión de pura lógica, razonamiento y si claro, asistir a las clases. Rara vez alguien no aprobaba el examen y esto obligaba al preocupado profesor a reunirse con el estudiante revisar que había salido mal. Hasta que no llegaba al meollo del asunto, no soltaba al infeliz, quien muchas veces prefería tomar de nuevo la materia.
Algunos profesores asistían a sus clases para refrescar sus conocimientos o bien, como distracción ante las ocurrencias de Guzmán, quien con su ingenio agudo saltaba con las respuestas más chispeantes y salidas muy inesperadas.
Pero todo lo que Guzmán llevaba al podio de la clase representaba un sacrificio, era tiempo, noches enteras leyendo, fines de semana en el microscopio o en disección, perdiendo contacto con sus cuatro críos, a quienes apenas ya distinguía uno del otro y cuyos cumpleaños por lo general perdía año tras año, aparecieron las primeras canas, se le pobló el pelo de blanco, la frente se extendió, pero la mente ágil y fluida era cada vez más prístina y funcionaba a velocidad increíble, a tal punto que a veces maneja las ideas de forma tan asombrosa que pocos podían seguirle el rastro con dificultad.
Las clases se colmaron, a veces improvisaba paseos y clases en los jardines, donde era objeto de estudio la botánica y la herbolaria, las aves y sus vuelos, la migración, la hibernación de ciertos insectos o la laboriosidad de las hormigas, el empleo de viejas recetas tradicionales y cómo el sistema nervioso actuaba con ellas, platillos y embuchados de brujas, creencias religiosas rituales, la música desde sus inicios y cómo Vivaldi se conoció después de la segunda guerra mundial, la melancolía de Thaikovski y la pasión por Clara Schumann de Brahms, la esquizofrenia de Van Gogh y la megalomanía de Dalí, la homosexualidad de Da Vinci y las eternas correrías de Mozart, las manipulaciones de las cortes francesa, española y alemana, la falsa belleza de Carlos el Hermoso y su fracaso en la guerra, las siete esposas de Enrique Octavo, el misticismo de Santa Teresa y Sor Juana Inés hasta las sencillas historias de San Martín de Porres, sin olvidar las tradiciones peruanas de Palma y los cuentos de Kipling, para terminar con los horrores de Itsmuth de Lovecraft y el cuervo de Poe.
Todo lo entremezclaba con detalles amenos que vertía aquí y allá, chispeantes y hasta cómicos, olvidaba el horario y seguía hablando o departía con sus alumnos, quienes deseosos de aprender acudían con sus dudas anotadas.
Para nadie tenía un no o no puedo, una sonrisa, paciencia y saber escuchar. Hasta que llegaba a su casa. Allí el término no, nunca, no puedo eran inevitables que le ayudaban a arrinconarse en su estudio atestado de libros y polvo, notas a medio hacer, viejos libros por releer, Ovidio, El Banquete, El Rey Lear, La Nausea junto a compendios de disección, anatomía y fisiología.
Cuantas Nochebuenas se perdió o no contó o simplemente cenó y rápido besó a su familia sin pensar, no se dio cuenta, los días eran como minutos que salían corriendo y que sólo detenían su alocada carrera los fines de semana, cuando sentado en su estudio hurgaba aburrido textos y libros, escribía a medias y sin avisar salía a pasear en búsqueda de gente con quien hablar y que escuchase sus largos monólogos de erudito.
En una de esas escapadas la divisó, a la conocía, una cara anónima de su clase que apenas había visto entre la multitud silente y embobada. Caminaron juntos, él con su perorata inacabable, ella silenciosa y atenta le escuchaba.
Los paseos fueron ahora otro de sus afanes, ya no sólo leía para condimentar su clase, tenía un público privado que le reservaba su tiempo para escucharle a él, que no tenía nadie con quien hablar, o monologar ? Más paseos, mas cortos los discursos, la voz grandilocuente fue bajando el tono, los pasos se enlentecieron, las manos se entrecruzaron, el monólogo suspiró y un arrebato le llevó a tocar sus labios y hundir sus dedos aspirando el perfume de sus cabellos.
El profesor dejó los paseos para esconderse en un oscuro rincón donde devoraba y era devorado, sus cuerpos se unían, ni la pasión de Ofelia ni los versos de Keats podían arrancarle esa hambre que le atormentaba.
Apenas hablaba en casa, como fantasma divagaba y apenas ya leía sus libros que acumularon pátinas y cenizas del tiempo, mientras esperaba que el minutero acabase su lenta caminata para hacer sonar el gong que le despedía a la calle.
Y mientras su pasión aumentaba y le consumía, sus clases perdieron brillo, sus discursos fueron repetitivos, anécdotas pasadas, parlamentos insípidos, oratoria cansada de anciano, peroratas ausentes de chispa, sin paseos ni sorpresas, Homero y sus héroes egeos dejó de interesar a la joven concurrencia y el cuervo de Poe perdió las alas, mientras la eterna letanía de Hamlet era desaprobada, Platón se convertía en enemigo de la República.
Sus hijos ya crecidos abandonaron el hogar y su mujer, un fantasma del pasado, apenas le hablaba. Su pasión también perdió bríos, y la figura ahora huidiza le empezaba a esquivar.
Las clases del profesor perdieron brillo, perdieron público, perdieron todo.
El tiempo huyó, las manecillas del reloj se negaban a caminar y le miraba fijamente desde la pared.
Se encontró solo, sin hogar, sin pasión con quien compartir, quien había marchado dejándole una triste nota.
Entristecido marchó al salón de clases. Estaba cerrado, todo vacío.
Había perdido su vida, había perdido sus clases.