Medicamentos en busca de enfermedad

Gentilmente enviado por Prof Dr. Juan Chassaigne

El fraude por el que GlaxoSmithKline debe pagar una multa astronómica  obedece a la estrategia de ‘crear’ patologías para vender más. El Paxil se  presentó como ‘la píldora de la timidez’
 
 La imagen de la Big Pharma ha sufrido un nuevo golpe. Dos grandes laboratorios  armacéuticos, GlaxoSmithKline y Abbott, han aceptado en las  últimas semanas pagar multas astronómicas por haber incurrido en graves  malas prácticas en la promoción y venta de medicamentos. Ambas compañías se  han reconocido culpables y han aceptado sendos acuerdos extrajudiciales  para evitar males mayores, en el caso de que los procesos que se seguían  contra ellas llegaran a juicio. Las malas prácticas reconocidas incluyen  vender medicamentos para patologías en las que no están indicados, pagar a  los médicos dádivas y sobornos para que los prescriban y, lo que es más  grave, ocultar la existencia de efectos aversos.
 
 En el trasfondo de estas multas multimillonarias subyace el giro estratégico emprendido por algunos laboratorios a finales de los años  ochenta para incrementar los beneficios, no por la vía de obtener nuevos y  mejores fármacos, algo que resulta cada vez más costoso, sino por la de  conseguir nuevas indicaciones para sus viejos medicamentos. Esta estrategia  incluye la creación artificial de enfermedades, lo que en inglés se conoce  como disease mongering, es decir, el intento, muchas veces culminado con  éxito, de convertir procesos naturales en la vida como la menopausia, la  tristeza o la timidez, en patologías susceptibles de ser tratadas con  fármacos.
 
Dos casos han contribuido a afianzar la imagen de villana que acompaña a la  Big Pharma, para disgusto de los laboratorios serios y comprometidos, que  deploran este tipo de comportamientos. El papel de héroe lo ha asumido en  este caso el Gobierno de Estados Unidos, que bajo la presidencia del  demócrata Bill Clinton decidió acabar con los abusos y desmanes en que  incurrían algunas farmacéuticas dispuestas a saltarse las normas de la  ética e incluso la ley para preservar la cuenta de resultados.
 
 GlaxoSmithKline, la tercera mayor farmacéutica del mundo, con una  facturación de 33.998 millones de euros en 2010, tendrá que pagar ahora  2.400 millones de euros  por haber promovido durante años la prescripción en menores de un  antidepresivo, el Paxil, autorizado únicamente para adultos por los efectos adversos demostrados en pacientes jóvenes; por haber indicado otro  medicamento, el Wellbutrin, para procesos en los que no tenía actividad  terapéutica demostrada, como la obesidad o la disfunción sexual; y por  haber ocultado que uno de sus medicamentos más vendidos, el Avandia,  aprobado para tratar la diabetes, aumentaba el riesgo de afección cardiaca.
 El de GSK ha sido considerado el mayor fraude de la historia, pero no era  el único. En mayo, la farmacéutica Abbott llegó a un acuerdo similar y aceptó pagar una multa de 1.225 millones de euros por haber extendido el uso de un anticonvulsivo  aprobado en 1983 para tratar la epilepsia y el trastorno bipolar, a otras  patologías en las que no tiene ninguna eficacia probada, como la agitación  en ancianos con demencia senil. El laboratorio pagó durante 10 años a  médicos y residencias de ancianos para que prescribieran el fármaco.
 En la mayor parte de estos casos subyace una misma estrategia: promover de  forma fraudulenta el uso de fármacos en afecciones en las que no están  indicados. Y una vez logrado, ocultar los efectos adversos para evitar  perder mercado. La comercialización de Paxil en 1999 es un ejemplo  paradigmático de *disease mongering*. Hasta ese momento se reconocía como  entidad patológica la agorafobia, un trastorno muy severo por el cual las  personas que lo sufren son incapaces de salir de casa y cuando lo hacen,  pueden sufrir ataques de pánico. El lanzamiento de Paxil se centró en una  nueva entidad, la fobia social, que daba mucho juego puesto que podía  abarcar desde formas leves de agorafobia a la simple y llana dificultad  para hablar en público. Paxil se presentó con gran acompañamiento mediático  como la píldora de la timidez y el laboratorio eligió para su lanzamiento en Europa la ciudad de  Londres, capital del reino donde, según el tópico, hay más tímidos.
 El Paxil era en realidad un viejo antidepresivo, la paroxetina, que volvía  al mercado con nuevos ropajes y, por supuesto, nueva indicación. Cuando  desde los foros de salud pública se criticó al laboratorio por esta  manipulación, sus responsables culparon a la prensa de la distorsión. Pero  en su discurso ante la junta de accionistas, el que entonces era el máximo  ejecutivo de la división responsable del nuevo fármaco, Barry Brand, fue  bastante más sincero: “El sueño de todo comercial es dar con un mercado por  conocer o identificar, y desarrollarlo. Eso es justamente lo que hemos  logrado hacer con el síndrome de ansiedad social”, proclamó, entre grandes  aplausos. Efectivamente, la evolución de la compañía en Bolsa así lo
 acreditaba.
 En la misma época que el Paxil se comercializó toda una oleada de fármacos  conocidos como las píldoras de la felicidad destinados a librarnos, a golpe  de pastilla, de las angustias, temores, fobias y frustraciones que  inevitablemente nos acompañan en la vida. En la mayoría de los casos eran  principios activos con eficacia demostrada en muy acotadas patologías. El  objetivo de la estrategia de comercialización era ampliar todo lo posible  el campo terapéutico a cubrir.
 
 En las últimas décadas, la industria se debate entre el viejo paradigma de  buscar nuevos o mejores fármacos para las viejas y nuevas enfermedades,  algo que resulta muy arriesgado, y el que defienden los ejecutivos más  agresivos, muchos de los cuales no tienen ninguna relación con la  farmacología, partidarios de recurrir a otras estrategias para aumentar los  beneficios. Así se ha pasado muchas veces del viejo paradigma de  “enfermedad en busca de medicamento” al mucho más lucrativo de “medicamento  en busca de enfermedad”.
 
 Esta estrategia, objeto de numerosos artículos en las revistas médicas,  suele articularse en tres fases. En la primera se trata de identificar las  patologías, próximas o no a la indicación inicial, en las que podría  justificarse de algún modo la prescripción del fármaco. La segunda consiste  en colonizar los medios de comunicación con estudios, reportajes y  entrevistas, de apariencia independiente, sobre la importancia social de la  patología a tratar, y lo mucho que sufren quienes las sufren. Una vez  sensibilizada la población y las autoridades sanitarias, se pasa a la  tercera fase: ofrecer la solución. Para lograr este círculo virtuoso es  importante contar, si es posible, con el concurso de los propios pacientes.
 En 1999 la oficina de Nueva York de PRNews contabilizó un millón de  menciones del nuevo fármaco Paxil, el único aprobado hasta ese momento  contra la ansiedad social. Una investigación posterior del diario The
 Washington Post reveló que entre 1997 y 1998 se habían publicado más de 50  reportajes extensos en la prensa norteamericana sobre lo terrible que era  la ansiedad social y lo mucho que estaba aumentando.
 
 A esa época pertenecen también los dos fármacos que mejor simbolizan los  grandes réditos de esta estrategia: Viagra y Prozac. Poco antes del  lanzamiento de Viagra, los problemas de la disfunción eréctil tuvieron una  sorprendente atención en los medios de comunicación. Entre los estudios de  mayor eco mediático figuraba uno que revelaba que nada menos que el 72% de
> los hombres entre 40 y 70 años de Estados Unidos sufrían algún tipo de  dificultad a la hora de conseguir la erección, lo cual resultaba  terriblemente alarmante para los expertos que opinaban sobre el tema. La  píldora azul ha tenido tal éxito que no solo se prescribe en los casos de  auténtica disfunción eréctil, sino en muchos otros en los que es dudoso que  tenga alguna eficacia. Últimamente se usa también con fines recreativos,  para prolongar la erección. No existen estadísticas precisas de las  víctimas, incluso mortales, de estos abusos, pero las hay.
 La fluoxetina, el principio activo de Prozac, se aprobó en Estados Unidos  en 1992. Llegó a España en 1997 precedida por una intensa y exitosa campaña  que incluía menciones elogiosas en obras literarias y cinematográficas. La  comercialización de Prozac incorporó una novedad: por primera vez los  laboratorios no se dirigían a los médicos para aumentar la prescripción,  sino a los posibles usuarios. Como era de esperar, batió el récord de  progresión de ventas de un fármaco. Ya en el primer año se vendieron dos  millones de unidades, la mayor parte con cargo a la Seguridad Social, a la  que se le pasó una factura de 9.200 millones de pesetas.
 Para hacerse una idea de lo que esa cifra representa basta con recordar que  el lanzamiento de Prozac coincidió con la promulgación de la normativa que  introducía en España la comercialización de genéricos y el sistema de  precios de referencia. La aplicación combinada de esas dos medidas debía  producir el primer año un ahorro de 8.000 millones. Prozac se comió todo el  ahorro previsto.
 Siguiendo fielmente la pauta del *disease mongering* se presentó también el  fármaco que debía ayudar a las mujeres a superar esa fase tan terrible de  la vida que es la menopausia, protegerlas del infarto y la osteoporosis y  garantizarles poco menos que la eterna juventud: la controvertida terapia  hormonal sustitutoria. De nuevo llegó al mercado precedida de un gran
> número de reportajes e informes sobre las consecuencias de la menopausia,  que no solo trae sofocos, sequedad vaginal, aumento de peso y dificultades  para dormir, sino graves riesgos para la salud. Varios estudios habían  mostrado que la caída de estrógenos tras la menopausia hace perder a las  mujeres la protección que tenían frente al infarto y acelera la pérdida de masa ósea. Todo ello era cierto, pero no lo era tanto que el nuevo fármaco  tuviera los efectos protectores que proclamaba. A pesar de ello, se  presentó como la gran panacea. Como ocurrió en otros países, los jefes de  ginecología de los principales hospitales españoles convocaron a la prensa  para recomendar que la terapia fuera administrada con carácter preventivo a  todas las mujeres a partir de los 50 años y por un periodo de por lo menos  10. Afortunadamente, la Seguridad Social no les hizo caso.
 Durante los años siguientes se produjo un goteo de estudios que alertaban  de los posibles efectos adversos de esta terapia. En 2002, cuando en España  ya la habían tomado más de 600.000 mujeres y en Estados Unidos más de 20  millones, llegó el “jarro de agua fría a la eterna juventud femenina”, para  utilizar la expresión con que tituló la crónica el diario *The New Cork  Times*. La FDA interrumpió de golpe un estudio en el que participaban  16.000 mujeres, el Women Health Iniciative, que debía demostrar todas las  bondades y efectos preventivos por los que se estaba recetando. El estudio  debía finalizar en 2005, pero los resultados preliminares indicaban que el  tratamiento no solo no tenía los efectos protectores sino que a partir de  los 5,2 años de tratamiento, aumentaba el riesgo de sufrir cáncer de mama  invasivo y accidente cerebro-vascular. Con el tiempo se ha visto que el  fármaco tiene su utilidad en casos muy concretos y muy cuidadosamente  evaluados, pero nunca debe administrarse, como se pretendió, como  tratamiento preventivo con carácter general y menos como “píldora” para  combatir el miedo a envejecer.
Mientras tanto, nuevos síndromes han aparecido y son objeto de intensas  campañas para que se les reconozca como patología tratada. Nuevos fármacos  se suman a la estrategia del disease mongering. La polémica se centra ahora  en el amplio abanico de los trastornos de la personalidad, el desorden  bipolar y el déficit de atención.
 Efectos adversos que no debían salir a la luz
 
 En 2004 se supo que GSK había ocultado que entre los niños y adolescentes  tratados con Paxil se producía una mayor tasa de pensamientos y conductas  suicidas. Al ser descubierta, la compañía llegó a un acuerdo extrajudicial  y se comprometió a publicar todos los datos de sus estudios clínicos.
 Mientras tanto, la investigación de este y otros casos motivó en 2007 un  cambio legislativo en Estados Unidos que obligó a las farmacéuticas a  publicar todos los datos de los estudios  línicos que hicieran. Esta  normativa es la que permitió descubrir que GSK había ocultado también datos  comprometedores de su fármaco Avandia, que se recetaba para tratar la
 diabetes.
 
La farmacéutica había iniciado en 1999 un estudio secreto para averiguar si  Avandia era más seguro que su competidor Actos, de la empresa Takeda. Los  resultados fueron desastrosos: no solo no era más eficaz, sino que  presentaba un significativo mayor riesgo de daño cardiaco. Estos resultados  deberían haberse comunicado a las autoridades sanitarias, pero en lugar de  hacerlo, la compañía hizo todo tipo de maniobras para evitar que  trascendieran. Una  nvestigación del diario The New York Times reveló en  2010 diversos correos internos entre directivos en los que se advertía de  que los datos del estudio no debían ver, bajo ningún concepto, “la luz del  día”.
 
Los riesgos de Avandia fueron confirmados en un estudio independiente de un  cardiólogo de Cleveland. GSK reconoció que conocía los riesgos de Arandia  desde 2005, pero las investigaciones posteriores indican que la compañía ya  tenía conocimiento de los efectos adversos no declarados desde antes de su  comercialización, en 1999, y no solo permitió que se prescribiera sin  ninguna advertencia, sino que hizo todo lo posible por ocultarlo sabiendo
 que había alternativas más seguras para los pacientes.
 
 Que Avandia mantuviera su cuota de mercado era una cuestión estratégica  para GSK, en un momento en que su portafolio estaba huérfano de nuevos  productos. Entre los documentos conocidos ahora figura un informe interno,  en el que la compañía evaluaba el coste que tendría la revelación de los  efectos adversos: 600 millones de dólares solo entre 2002 y 2004.

 http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/09/actualidad/1341863741_294998.html

 

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