El siglo XX fue el escenario fundamental en donde las sociedades acentuaron su culto a la ciencia y simultáneamente su asombro ante los daños que ha motivado la aplicación de la misma.
Podría decirse que uno de los valores universales de la sociedad contemporánea es la obediencia complaciente a los dictámenes de la ciencia; es decir, el hombre contemporáneo no solo siente que depende de la ciencia y la tecnología sino que también, de alguna manera, le rinde culto y espera, paradójicamente que desde ella se obtengan, por ejemplo, las respuestas a las amenazas contingenciales de la salud.
Tal creencia no deja de ser una condición altamente persuasiva para que la ciencia obtenga una especie de licencia de infalibilidad que, en ocasiones, podría llevarse por delante otros valores culturales tan legítimos y necesarios, incluso para la misma salud, como los esfuerzos que desde ella se hacen a favor de la vida.
Al entrar a este punto tocamos el aspecto ético que debería acompañar al pensamiento científico que tiene por objeto la preservación de la vida humana y preguntarnos al menos, en qué medida este pensamiento valora la condición humana. Acaso es tan enorme su autonomía y seguridad en sí mismo que es capaz de olvidar su origen humano. Que en función de darle respuestas a cada problema biológico está autorizado a quebrantar, incluso, principios del Ser humano, aspectos medulares de nuestra existencia.
Pero por otra parte también nos preguntamos, qué puede hacer el pensamiento científico para evolucionar y obtener sus propósitos en aquellos casos en que es inevitable la experimentación sobre el cuerpo humano a pesar del ultraje que tales experimentaciones puedan ocasionar no solamente a la vida misma sino a la condición humana. Frente a la severidad de estas interrogantes podríamos invocar por ejemplo que, en los casos en que voluntariamente el hombre acepta la experimentación, no cabe otra razón que no sea el ejercicio de su propia libertad; el hombre está condenado a ser libre (Sartre) o incluso aventurarnos a pensar, por ejemplo, que vivir es una experiencia de tal riqueza que hay chance, incluso para la inmolación.
En todo caso lo más importante del problema es asumirlo como un verdadero desafío no solamente para los científicos sino para todo aquel que tenga responsabilidad ante sí mismo y la vida.
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