Que tan dulce y que tan amarga la realidad de Chabelita ! Con acuisosa y meticulosa descripción el profesor Saúl nos adentra, en ese entonces terrorífico, mundo de lo desconocido, la Lepra. Nos emociona la valentía de su pequeña protagonista, Chabelita, una enferma de lepra y cómo Sandoval, el joven médico aprende de su paciente.
El profesor Saúl, maestro de maestros, nos lleva de la mano en una prosa sencilla, sin rimbombancias ni giros, clara, amena, no tiene por qué usar los artilugios del lenguaje para hacer que el pulso se nos acelere y nos identifiquemos con su protagonista, Sandoval, un joven que quiere ser dermatólogo.
En raras ocaiones el escritor, en particular cuando se es médico, logra este equilibrio de medicina, en este caso, dermato-leprología, y relato. Siempre se cae en lo meramente científico, la exposición de datos y se deja a un lado la parte emotiva y la belleza del lenguaje. Este no es el caso.
El escritor nos lleva de la mano por los largos e inmensos pasillos del Hospital General de México, nos hace sentarnos en un borde de la cama y nos enseña las lesiones que ostenta la pobre Chabelita, nos adentra en las interioridades e inquietantes del nóvel galeno, sus dudas, sus ansias, sus deseos de una mejoría para su pequeña paciente.
Es en fin, una hermosa combinación del saber científico con la literatura.
Es quizás, la mejor manera de conmemorar los 80 años de nuestro querido profesor Amado Saúl.
Dra. Martha Miniño
ANTOLOGIA DE LA PIEL: PROSA Y POESIA
Editores compiladores:
- JAIME PIQUERO MARTÍN
- ANTONIO GUZMÁN FAWCETT
- ANTONIO RONDÓN LUGO
Organismo editor: Colegio Iberolatinoamericano de Dermatología
Amado Saúl
¿DONDE ESTA CHABELITA?
¡Qué buena película se estaría perdiendo en esa asoleada tarde dominguera el Dr. Sandoval que a paso moderado atravesaba un umbral del viejo hospital rumbo al pabellón donde trabajaba toda la semana! Había decidido él mismo hacer un pequeño sacrificio para visitar y charlar un rato con Chabelita, esa enfermita de lepra que tanto trabajo le había costado mejorar y que ahora gracias a Dios y a él estaba por fin fuera de esas terribles reacciones que tanto la agotaban.
Atravesaba lentamente los largos jardines que separaban la entrada del hospital del Servicio de Dermatología donde estaba internada la enfermita hacía más de dos meses, bordeados de pabellones casi todos iguales, cruzados de vez en cuando por enfermeras y médicos internos que hacían guardias y acudían a los diversos servicios en donde eran requeridos sus buenos oficios.
A esa hora, qué bello parecía el hospital. Aún con su aparente anarquía arquitectónica, con sus edificios antiguos, con las eternas obras de renovación que parecían nunca terminar y que pretendían cambiar por lo menos la anatomía del principal hospital de México.
Casi volvía a vivir ese momento en que llegó al pabellón Chabelita, parecía una niña en brazos de sus familiares, pálida, delgada, con casi todo el cuerpo cubierto de unas manchas rojizas y dolorosas. Recordaba con él mismo, junto con otros jóvenes médicos que también se iniciaban en la dermatología, había acudido a ver ese “caso raro” que nadie había visto anteriormente y cómo se hacían indebidamente comentarios al pie de la cama de la enferma, debido a la inexperiencia propia de los jóvenes. Mientras tanto la paciente, con los ojos cerrados y el dolor prendido en su rostro, dejaba que la examinarán una y otra vez sin pronunciar una queja.
“Eritema polimorfo”, dijo uno; “lupus eritematoso”, soltó el otro; “eritema nudoso”, apuntó el tercero. Todos opinaban y por fin cuando le llegó el turno… ¿y tú Sandoval, qué piensas? – ¡Qué presunción! ¡Qué se puede pensar cuando apenas se empieza a adentrarse en ese inmenso universo que es la Dermatología!
Dos meses apenas de haber llegado y ya tenía que pensar en algo. Si, por lo menos para no quedarse atrás de sus compañeros. No recordaba haber visto antes un caso igual, pero no era cosa de manifestar su ignorancia ante tal “doctor” grupo de neodermatólogos, aún no aprendía a decir “no sé” y ante todos aquellos que parecían saber tanto algo había que decir. Miraba una y otra vez a la muchacha como tratando de penetrar más allá de su piel, descubrir el secreto de su enfermedad.
De súbito, una idea vino a su mente, sí claro, esa cara adelgazada; pero redonda, sin cejas esa piel brillante y lisa y esas manchas rojas; pero no son verdaderamente manchas y ese estado febril. Sí el se acordaba haber visto algo semejante en algún libro.
Y lo soltó sin más:…”Yo creo que es un caso de lepra”, dijo, tratando de imitar el tono doctoral con el que sus compañeros habían hablado anteriormente.
Un baño de agua fría, no hubiera producido tal efecto. Todos se levantaron a una de la cama de la paciente y retiraron disimuladamente sus manos de las mantas que cubrían el cuerpo de la enferma. Entonces ella abrió sus ojos de un verde intenso y miró profundamente al Dr. Sandoval, como diciendo, si, usted tiene razón, trató de decir algo, pero sus labios no se abrieron.
Uno de los jóvenes médicos se alejaron de la cama, dejando solo a Sandoval que no atinaba a quitar sus ojos de la enferma como hipnotizado por esa mirada. Al fin automáticamente siguió a sus compañeros.
…¡Qué imprudencia, Dr. Sandoval!, dijo el médico que parecía saber más. Esa palabra jamás se pronuncia ante un enfermo. No ha leído nada usted sobre esta enfermedad…
…Me pareció que…
Además, doctor, la lepra no es así, estudie un poco, dijo con aire de suficiencia. Si el jefe se entera…
¿Qué había dicho? ¿Por qué tenía que enterarse el jefe y qué pasaría si lo supiera. Tembló instintivamente. Pero si no era para tanto.
Recordaba cuando unos meses antes se presentó ante el temido Jefe para solicitarle lo incluyera entre los médicos que se estaban especializando en dermatología.
…Ya lo pensó usted bien, doctor, porque no quiero visitantes de entrada por salida en mi Servicio. Aquí se viene a trabajar.
– Pues claro, sí a eso vengo, había contestado. Si era un gran profesor y sabía desde ahora que se iban a llevar de maravilla. A él también le gustaba trabajar, siempre había cumplido las tareas que le habían encargado hasta con exceso de responsabilidad. Quizá ese era uno de sus defectos, ser demasiado responsable, patológicamente responsable. Y ahora que sucedería si el Jefe sabe lo que pasó con la nueva enferma.
La contestación a esa interrogante vino unos días después, cuando le dijeron que el Jefe deseaba verle.
…Pues bien, Dr. Sandoval, he decidido que ya es tiempo de que se encargue usted de un paciente encamado, para que lo estudie desde todos los puntos de vista y lo trate convenientemente y puesto que ha mostrado mucho interés en la enfermita de la cama 2, creo que será muy útil para usted y también para la enferma, que se ocupe usted de ella. Ya sabe a quien me refiero, a Chabelita, la joven con lepra que vino hace unos días con reacción leprosa. Creo que usted hizo el diagnóstico ¡no,…
…Me imagino que ya ha estudiado algo sobre esta enfermedad tan injustamente temida. Ya sabrá que es muy poco contagiosa, que es curable y que los enfermos pueden y deben ser atendidos en cualquier hospital y no en lugares especiales, tal como lo está siendo nuestra paciente…
…Yo, pues sí, creo que… no atinaba el Dr. Sandoval, a decir una frase completa.
…Bueno, estudie más y vea qué puede hacer por Chabelita. Recuerde que la lepra no es sólo una enfermedad de la piel, sino de todo el organismo y que es un problema social por lo que debe ocuparse no sólo de los aspectos puramente médicos, sino de la persona misma, primero como ser humano y luego como enfermo. Ah y recuerde cuidado con los corticoesteroides, todo lo complican. Ya me informara posteriormente.
El Dr. Sandoval salió sin despedirse, en su mente bullían mil ideas: lepra, lepra, repetía una y otra vez. Pero qué sabía el de lepra, nada; sólo lo que había aprendido desde pequeño. No recordaba haber aprendido mucho de esa enfermedad en la Facultad, apenas reconocer algunas de las lesiones, demostrar el agente causal y que desde 1941 era curable mediante las sulfotas; pero seguía pensando en una enfermedad terrible, muy contagiosa, sinónimo de lo peor que la humanidad sufriera. Recordaba que estando en el grupo de microbiología el ayudante había llevado al grupo al sanatorio para “leprosos” fuera de la ciudad para hacer los frotis y estudiar el bacilo. Se les había dicho que se abstuvieran de dar la mano a los enfermos y de hablar muy cerca de ellos. Para tomar los frotis se les puso guantes y tapabocas y cuando se les pidió una crónica de esa vista, a él le dio por lo literario, manifestando su simpatía por esos “pobres” enfermos, separados de por vida de la sociedad y afectados por esa “terrible” enfermedad. Eso era lo que sabía un poco de orgullo por haber hecho el diagnóstico a pesar de las burlas de sus compañeros, no dejaba de preocuparse por la tarea de atender él precisamente a esta paciente.
Porqué a él le encargaba esa paciente. No debe ser lepra, pensó; sí, eso es, le han de haber dicho al Jefe lo que él dijo frente a la cama de la enferma y ahora el profesor le jugaba una mala pasada haciéndolo que estudiara ese caso a fin de que aprendiera que así no es la lepra. Pero no, no puede ser, el maestro es una persona seria, no afecto a bromas, no, no es de ese tipo.
Porqué no le dieron esa paciente a Enríquez o a Márquez o al sabiondo de Mercado, porqué a él. Ciertamente que era el último en haber llegado y quizás por eso le tocaba la paciente más contagiosa del Servicio y por lo tanto el debería sufrir la peligrosidad del contagio.
Pero él había leído que los médicos y otras personas que trabajan con enfermos de lepra no adquieren la enfermedad, que es necesario además de recibir bacilos cierto grado de predisposición. El había tocado la cama de la enferma y su piel y para empeorar más la situación, se había picado con la aguja de sutura cuando le hizo la biopsia.
No, no aceptaría tal caso, se marcharía del Servicio. Cuanta confusión, no entendía ya nada. Y si ya estoy contagiado y hasta 20 años después, como dicen los libros, me aparecerán las primeras manifestaciones; pero si dicen que hay niños pequeños con lepra. ¿Quién tiene la razón?
No, no se fue Sandoval, reflexionó, paso largas noches estudiando todo lo que encontró sobre la lepra, lo que crían los antiguos, lo discutido en congresos y reuniones en todo el mundo, los conceptos actuales y se maravilló del cambio tan extraordinario y en tan poco tiempo de las ideas sobre una enfermedad milenaria que carga aún tanto prejuicio.
Los días que siguieron fueron de dudas y estudio, de indexaciones y desconfianzas, luchaba contra su natural instinto de conservación que le impedía a alejarse de la paciente y su acendrado sentido de responsabilidad que le decía que primero estaba la paciente y el compromiso contraído con el Jefe del Servicio. Muchas veces se descubrió así mismo retirando la mano de la piel de la enfermita o negándose a estrecharle la mano. Veía a sus compañeros que se burlaban de él, eso creía por lo menos; las enfermeras parecían que cuchicheaban cuando lo veían acercarse a la cama de Chabelita. Se sentía de pronto muy enfermo, se veía ya manchas blanquecinas y sentía zonas de su piel adormecidas. ¡Oh cuanta angustia de lo desconocido!
Y esa criatura que está en sus manos, que le espera día con día en su cama, presa de fiebre y de la consunción que la acaba. Que espere, que espere, primero estoy yo…Pero volvía una y otra vez, platicaba cada vez más tiempo con Chabelita, ayudaba a inyectarla, a aplicarle sus transfusiones. Le insistía que comiera, aunque fuera un poco y no pocas veces, él mi8smo le dio la comida en la boca y qué maravilla, cuando estaba con ella, se olvidaba de todo, la tocaba, se manchaba de su sangre, se sentaba cerca de ella y sentía su fatigosa respiración encima de su cara, parecía no recordar sus angustias y sus dudas. Cuando estaba solo, nuevamente venían a su mente los negros pensamientos, las escenas de las películas que habían visto, lo que había leído en algunas novelas y se prometía al día siguiente dejar el Servicio, ahora sí, cambiar de especialidad. El quería ser dermatólogo, ¿Por qué tenía que atender a una paciente con lepra? Eso no era dermatología o ¿sí lo era?
Pasaron las semanas y los meses, la tranquilidad regresó poco a poco al dr. Sandoval. Chabelita fue mejorando también paso a paso, la fiebre desapareció, subió de peso, las molestias nudosidades que cubrían su piel dejaron lugar a zonas en descarnación y luego nada, la piel lisa, sin vello; pero sin molestias. Dejó la cama, ya podía ir al comedor y salir a los jardines. Algunas tardes la encontró tejiendo bajo uno de los pinos.
…“Le estoy haciendo una bufanda para el frío Dr. Sandoval”…
Le llevó algunos libros y platicó muchas horas con ella. Ahora sabía mucho de ella y mucho de la lepra, podrían hasta dar clases. Cuantas mentiras se habían escrito de esta enfermedad, cuantas falsedades y fantasías desde los libros sagrados hasta los más humildes pasquines que leían los chamacos, las películas, las novelas. Todo falso, manteniendo un prejuicio de siglos más difícil de curar que la misma lepra. El mismo había vivido ese prejuicio y no podía decir que había sido fácil desprenderse de él.
Aprendió que no todos los enfermos son transmisores y que para adquirir la lepra es algo de la más difícil, pues se requiere convivir con un paciente infectante por mucho tiempo y poseer predisposición y que casi toda la población tiene resistencia. Si, en esta vida hay predisposición para todo; para lo bueno, para lo malo, hasta para hacerse rico o para escoger una carrera, que raro tiene que también la haya para las enfermedades. Ya sabía que las sulfonas curaban la enfermedad, pero se necesitaba mucho tiempo y que había que educar a los enfermos para que cuidaran sus manos y sus pies. Supo de las complicaciones, de la molesta reacción leprosa que tanto perjudicaba al paciente, agotaba sus escasos recursos biológicos y desesperaba al enfermo y al médico, sabía que los corticoesteroides eran más perjudiciales que benéficiosos en estos casos y que se trabajaba sobre nuevos medicamentos. Cuanto había aprendido en tan poco tiempo.
También supo de su enferma. Ya había estado varias veces internada ahí mismo por un cuadro semejante. Tenía varios años de estar enferma. Ella sabía cual era su enfermedad. Su padre había muerto de lo mismo, pero los médicos nunca supieron el diagnóstico y se fue consumiendo lentamente y después tuvo complicaciones en los riñones y murió. Su madre se había vuelto a casar poco tiempo después con un hombre desobligado, el típico “macho” mexicano, siempre borracho que la maltrataba a su madre, a ella y a sus dos hermanos menores. La madre ya estaba otra vez “esperando”, ya había pedido dos embarazos por los golpes del esposo. Chabelita trabajaba, sostenía la casa, primero como sirvienta, pero la patrona al observar que se quemaba sin sentir le “aconsejo” que debiera atenderse ya que esa enfermedad podría ser peligrosa para sus niños. Después entró a trabajar en un taller a pegar etiquetas a unos paquetes de mercancía, trabajo monótono por el que repagaban unos $ 150 pesos a la semana y con eso iban pasando: el milagro mexicano, pues el padrastro nunca daba un centavo y por el contrario le sacaba a la madre el dinero para sus borracheras.
Pronto tuvo la primera reacción, fue leve y siguió trabajando; pero la segunda fue más fuerte, se puso muy mala y ya no pudo ir a trabajar, no tenía filiación, al Seguro Social y perdió el trabajo. Vio a algunos médicos y fue a Centro de Salud; pero no supieron lo que era, ella si lo sabía, era la misma enfermedad de su padre. Acudió a un Centro Dermatológico, por allá, por la colonia de los Doctores y ahí se supo pues le dieron la misma medicina que tomaba su padre y le dijeron que se iba a curar, despacio, pero seguro; que podría más tarde hacer su vida normal igual que cualquier muchacha de su edad, que se podría casar y tener hijos. Ella lo creyó, pero no pensaba en eso con tantos problemas como tenía en su casa.
Pasaba algunos mese muy bien, hasta contenta, olvidaba o trataba de hacerlo, los golpes y malos tratos del padrastro, los regaños injustificados de la madre, la pobreza extrema en que vivían. Después, otra vez en cama, se desesperaba por no poder ir a trabajar, la madre le reprochaba, le decía que era una floja, que no quería ayudarles, pero ¿Qué culpa tenía ella? o ¿si la tenía?
La última vez tuvo que ir de nuevo al hospital, la fiebre subió a más de 40º C, no comía, casi estaba inconsciente, ni siquiera recuerda cuando la sacaron cargada de la casucha donde vivía más allá del pueblo aéreo, en taxi la llevaron al hospital y luego en camilla hasta el pabellón que ya conocía
Ahora estaba nuevamente bien, sin molestias, quería ya regresar a su casa, a trabajar para ayudar a su madre y sus dos hermanitos que veía hambrientos y casi desnudos.
-“Quédate unos días más Chabelita, le decían todos, para que te repongas por completo…”
-“No, tengo que volver. Si, ya sé que es una pesadilla esa casa, ver a ese hombre siempre borracho, a mi madre que le aguanta, no sé porqué. Pero, que quiere usted Dr. Sandoval, es mi madre, son mis hermanos es mi casa: pobre, triste; pero es ahí donde he vivido siempre y los quiero. Quizá si me ofreciera vivir en otra casa, limpia, con luz y agua corriente, con muchas comodidades, quizá no estaría a gusto. ¿No entiende usted, verdad doctor?…
Pero ahora, sí parecía haber salido de la reacción, gracias a sus cuidados, era su primer caso y se sentía ufano y contento de haber ayudado a una persona a salir adelante.
Hasta había hablado de la madre y explicado el problema de Chabelita, pero era evidente que la señora, tradicional mujer mexicana, creía cumplir con su deber como esposa y como madre, embarazándose cada año y derramando algunas lagrimitas por los problemas de sus hijos, no entendía de que se trataba y que deseaba era que su hija saliera cuanto antes del hospital para que regresara al trabajo, pues ella no soportaba ya la carga.
Esa tarde dominical, estaba Sandoval muy contento, había decidido mejor platicar un rato con Chabelita que estar viendo alguna mala película en un cine atiborrado de gente y con un calor endiablado. No podía evitar sentirse orgulloso, feliz de haber resulto, por lo menos parcialmente, su primer caso.
Así llegó hasta el pabellón de Dermatología, le pareció triste, casi vacío. Entró. Se dirigió a la sala de mujeres y buscó con la mirada la grácil figura de Chabelita en su cama, ahí estaría quizás esperándole como otras tantas veces, tejiendo o leyendo el libro que él le había regalado y le preguntaría ¿qué me trajo hoy Doctor? Quizás le diría cuanto le agradecía lo que había hecho por ella, sus palabras de aliento, su comprensión que le habían hecho más bien que las transfusiones.
La cama estaba vacía.
¿Dónde está Chabelita? Quizá se había levantado, estaría en la terraza gozando de esa bella tarde de mayo. La busco, no estaba por ningún lado.
– Enfermera, enfermera, ¿dónde está Chabelita?…
– Dr. Sandoval, ¿qué hace usted aquí? Lo he estado buscando, le he telefoneado toda la mañana a su casa…
¿Qué pasa? Dígame…
– Chabelita doctor, Chabelita se nos murió en la madrugada.
¡Qué dice usted! ¿Cómo es posible? Si ayer estaba muy bien, estaba por darse de alta esta semana, la dejé contenta ¿Qué pasó? Dígame, ¿qué pasó?… Casi gritaba el Dr. Sandoval.
-Cálmese doctor, por favor. Ayer vino su madre por la tarde, venía golpeada, le dijo que necesitaba que ya se fuera porque no tenía dinero para comer. Por la noche, la oí llorar; pero no me acerqué. A mis años, doctor, yo sé bien, que es mejor en ocasiones dejar a una persona llorar a solas.
A media noche, me acerqué y la vi que dormía tranquilamente, le aseguro que así era; pero ya no despertó. Doctor está usted muy joven y tendrá en el futuro muchos casos como éste. Yo he visto en mis 40 años de ser enfermera tantos iguales. Sé lo que siente, váyase mejor, camine un poco, se le pasará…
Sin sentir casi, sin pensar nada, como autómata, salió el Dr. Sandoval del pabellón.
Vaya triunfo, cuando todo parecía tan bien. ¿En dónde estuvo el error? ¿Qué es lo que falló? ¿En qué se descuidó? ¿Qué dirían ahora el Jefe y sus compañeros?
– Que me importa lo que digan y lo que hagan. Acaso fue mejor así, ella ya no quería regresar a su casa, seguir con el mismo calvario, con esa pesadilla que era su vida y el cielo la oyó, estaba ahora liberada, no sufriría ya más.
Pero él, también se había beneficiado, había aprendido mucho con Chabelita. Ahora estaba seguro de lo que quería, ahora ya no tenía temor de enfrentarse a sus enfermos, no tenía más miedo a la lepra ni a ninguna enfermedad y aprendía que no bastaba todas las medicinas del mundo, ni todos los cuidados que se brinde a un paciente, que hace falta algo más que el médico puede brindar si se interesa en su enfermo, algo que es la mejor terapéutica: comprensión y simpatía.
Caminó de salida, pero que triste le pareció el hospital cuando las sombras de la tarde lo envolvían…