Confieso que he intervenido muy pocas veces en temas relacionados con la mancheta del Blog Piel-L.org, pero en ésta oportunidad debo felicitar a los editores por el buen tino de conformar una simbiosis entre el tema “Morir con dignidad”, expuesto con gran profundidad de sentimientos por el Dr. Rubén Roa y la famosa obra de Arturo Michelena “El niño enfermo” (1886), expuesta en el Salón Oficial de París (1887) y que le valiera a Michelena la distinción de “fuera de concurso” de la Sociedad de Artistas Franceses (1).
El tema que describe Roa, en el relato de la muerte inminente de Benigno, arrastrando un cuadro cardio-pulmonar crónico, de probables insuficiencias cardíacas frecuentes y edemas pulmonares acompañados por estertores de muerte, con sus noventa años de deterioro a cuestas se asocian al sufrimiento sin esperanzas de su mujer, Canencia, que lo acompañó toda su vida en las buenas y en las malas. Es un cuadro, en ocasiones patético, que nosotros los médicos, observamos con cierta frecuencia, bien con nuestros pacientes, que no solo consultan por la erupción pruriginosa o por la placa de neurodermatitis en determinado sitio, probable reflejo de la aflicción que llevan en el alma, sino ocasionalmente con nuestros familiares y amigos allegados.
Quién de nosotros no ha tenido que enfrentarse con un sufrimiento crónico, de algún ser querido, que nos ha comprometido moralmente a sobrellevar esa cruz, con paciencia y entrega, con solidaridad y desprendimiento, hasta acompañar a ese ser querido a su morada final, al momento de la entrega sin retorno, rodeado del calor de sus familiares y amigos. En una palabra, ayudarlo a ¡morir con dignidad!.
Lo observamos en la narración de “El coronel no tiene quien le escriba” de García Márquez, como la familia se va consumiendo en el abandono y el hambre, soñando con la esperanza fallida de la entrega de una pensión que le correspondía al Coronel por sus años de servicios prestados a la patria y que nunca acababa de llegar. Empeñaron los pocos bienes que tenían para poder alimentarse. Es la muerte en vida, ¡la indignidad! ¿Habrá mayor indignidad de la que sufrió el Coronel, con sus visitas consuetudinarias al correo local para buscar su miserable pensión la cual nunca llegó?. Fueron víctimas de la burocracia, la desidia y el cinismo. El tema lo podemos ver reflejado en otras obras de García Márquez, como “El amor en los tiempos del cólera” y en “Cien años de soledad”. Tampoco es ajeno a los que han leido el “Diario de Bucaramanga” (Luis Peru de Lacroix, (1828) (2), los sufrimientos físicos y espirituales, producto de traiciones y deslealtades que sufrió el Libertador, en su corta existencia, habiendo sacrificado todo, riquezas y situación social, por un ideal que las mentes egoístas nunca entendieron, hasta que una TBC galopante inmisericorde consumió sus pocas energías y lo condujo a la muerte en Santa Marta, Colombia. Tampoco el Libertador murió dignamente en su casa, rodeado de sus seres queridos. Murió en la atmósfera de indignidad que supone toda guerra sangrienta y encarnizada.
Por eso es que admiro profundamente a Arturo Michelena, maestro del dibujo y de la
pintura épica, -quien fue capaz de producir claro-oscuros, como los de Goya en los fusilamientos en la montaña del Principe Pío, el 3 de Mayo de 1808. Madrid, bajo la ocupación de las tropas de Napoleón-.
Esas dos producciones magistrales de Michelena: “El niño enfermo” y “La caridad” (1886-1888), fueron acertadamente calificadas por el autor Juan Calzadilla como “realismo sombrío”, bajo la influencia de Luarens (1), muy acorde con el tema desarrollado por el Dr. Rubén Roa.
Nuevamente felicitaciones a los editores del Blog Piel-l.org y al Dr. Rubén Roa por su hermoso relato lleno de humanidad y realismo.
Ref.
(1) Juan Calzadilla. Arturo Michelena, Ed. Ernesto Armitano, 1973. Caracas-Venezuela
(2) Peru de Lacroix, L. Diario de Bucaramanga. Ed. Original: Madrid, Editorial América, 1924. Biblioteca Virtual Luis Angel Arango, Banco de la República, Colombia.
Un cordial saludo
Dr. Guillermo Planas Girón
Dermatología-Dermatopatología
Caracas-Venezuela
Quisiera reproducir un artículo que escribí para el diario El Universal el 12 de Febrero de 1992, en ocasión de un familiar con el que tuvimos que vivir la realidad de la actual medicina.
AB IMO PECTORE
¿Hacia dónde vamos con la tecnificación?
¿Dónde ha quedado el SER médico?
Muchas veces, imbuidos en la vorágine del quehacer diario no hacemos un alto para practicar una introspección sobre el papel de vida que hemos escogido y sólo nos preocupamos por tratar las enfermedades descuidando a los enfermos. Estamos convertidos en técnicos con más o menos conocimientos de la parcela del saber a la que nos dedicamos sin percatarnos que antes que todo tenemos una profesión humanista, en el sentido literal de la palabra.
El pasado diciembre tuve ocasión de inmiscuirme en el mundo médico, del otro lado del muro, el del familiar o allegado del paciente que solicita los servicios de nuestros colegas.
Durante muchos azarosos días, aún viviéndolos, pude constatar que la medicina “ab imo pectore”, con todo aquello de Esculapio, Hipócrates, Avicena, Maimonides y toda la cohorte de deidades de nuestra profesión ha sido desplazada por los “chips”, el celular, los exámenes paraclínicos y sobre todo el dinero, el vil metal.
En la aventura pasada pude observar a toda una gama médica escudada por una infraestructura hospitalaria de alta tecnología y de indudable prestación óptima de servicios, aunque insaciable en el ansia de provecho económico.
Pude conocer médicos, amigos o no, que rápidamente se desentendieron del problema, bien porque consideraron que no había nada más que hacer o bien porque ya tenían la faltriquera llena y el “caso” resultaba un “cangrejo”.
La lluvia de exámenes paraclínicos (hematología, química, radiografías, cultivos, etc.) sobrepasó los límites más exagerados. No se dejó nada a la observación.
Se utilizó al máximo el recurso de la interconsulta médica con duplicación de información y cruxifición del enfermo a fuerza de solicitud de estudio. Cuando tímidamente quise solicitar orden y concierto, a poco se me pisoteó como vil mortal que había infringido el “sagrado saber de la deidad”.
Para casi todos era un “dermatólogo”, sin conocimiento médico (bajo nivel de prestigio de nuestra especialidad), ninguno se dio cuenta que además de médico, estaba asumiendo el derecho del enfermo como tal.
Constaté también la existencia de médicos humanos y utilizando el recurso de la tecnificación, se logro salvar la vida a un paciente con un pronóstico inicial muy negro. A veces me pregunto ¿Dónde está el derecho del paciente a optar por una buena calidad de vida? La respuesta, difícil y lenta, sería el producto de la prolongación de una reflexión primaria, el segundo capítulo del episodio, tan importante como el primero.
Al fin, luego de un tormentoso mes y buena parte de los ahorros de toda la vida del paciente, lo egresaron a un cuarto, convertido en clínica, y a un médico como el de Moliere, “a palos”.
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Confieso que he intervenido muy pocas veces en temas relacionados con la mancheta del Blog Piel-L.org, pero en ésta oportunidad debo felicitar a los editores por el buen tino de conformar una simbiosis entre el tema “Morir con dignidad”, expuesto con gran profundidad de sentimientos por el Dr. Rubén Roa y la famosa obra de Arturo Michelena “El niño enfermo” (1886), expuesta en el Salón Oficial de París (1887) y que le valiera a Michelena la distinción de “fuera de concurso” de la Sociedad de Artistas Franceses (1).
El tema que describe Roa, en el relato de la muerte inminente de Benigno, arrastrando un cuadro cardio-pulmonar crónico, de probables insuficiencias cardíacas frecuentes y edemas pulmonares acompañados por estertores de muerte, con sus noventa años de deterioro a cuestas se asocian al sufrimiento sin esperanzas de su mujer, Canencia, que lo acompañó toda su vida en las buenas y en las malas. Es un cuadro, en ocasiones patético, que nosotros los médicos, observamos con cierta frecuencia, bien con nuestros pacientes, que no solo consultan por la erupción pruriginosa o por la placa de neurodermatitis en determinado sitio, probable reflejo de la aflicción que llevan en el alma, sino ocasionalmente con nuestros familiares y amigos allegados.
Quién de nosotros no ha tenido que enfrentarse con un sufrimiento crónico, de algún ser querido, que nos ha comprometido moralmente a sobrellevar esa cruz, con paciencia y entrega, con solidaridad y desprendimiento, hasta acompañar a ese ser querido a su morada final, al momento de la entrega sin retorno, rodeado del calor de sus familiares y amigos. En una palabra, ayudarlo a ¡morir con dignidad!.
Lo observamos en la narración de “El coronel no tiene quien le escriba” de García Márquez, como la familia se va consumiendo en el abandono y el hambre, soñando con la esperanza fallida de la entrega de una pensión que le correspondía al Coronel por sus años de servicios prestados a la patria y que nunca acababa de llegar. Empeñaron los pocos bienes que tenían para poder alimentarse. Es la muerte en vida, ¡la indignidad! ¿Habrá mayor indignidad de la que sufrió el Coronel, con sus visitas consuetudinarias al correo local para buscar su miserable pensión la cual nunca llegó?. Fueron víctimas de la burocracia, la desidia y el cinismo. El tema lo podemos ver reflejado en otras obras de García Márquez, como “El amor en los tiempos del cólera” y en “Cien años de soledad”. Tampoco es ajeno a los que han leido el “Diario de Bucaramanga” (Luis Peru de Lacroix, (1828) (2), los sufrimientos físicos y espirituales, producto de traiciones y deslealtades que sufrió el Libertador, en su corta existencia, habiendo sacrificado todo, riquezas y situación social, por un ideal que las mentes egoístas nunca entendieron, hasta que una TBC galopante inmisericorde consumió sus pocas energías y lo condujo a la muerte en Santa Marta, Colombia. Tampoco el Libertador murió dignamente en su casa, rodeado de sus seres queridos. Murió en la atmósfera de indignidad que supone toda guerra sangrienta y encarnizada.
Por eso es que admiro profundamente a Arturo Michelena, maestro del dibujo y de la
pintura épica, -quien fue capaz de producir claro-oscuros, como los de Goya en los fusilamientos en la montaña del Principe Pío, el 3 de Mayo de 1808. Madrid, bajo la ocupación de las tropas de Napoleón-.
Esas dos producciones magistrales de Michelena: “El niño enfermo” y “La caridad” (1886-1888), fueron acertadamente calificadas por el autor Juan Calzadilla como “realismo sombrío”, bajo la influencia de Luarens (1), muy acorde con el tema desarrollado por el Dr. Rubén Roa.
Nuevamente felicitaciones a los editores del Blog Piel-l.org y al Dr. Rubén Roa por su hermoso relato lleno de humanidad y realismo.
Ref.
(1) Juan Calzadilla. Arturo Michelena, Ed. Ernesto Armitano, 1973. Caracas-Venezuela
(2) Peru de Lacroix, L. Diario de Bucaramanga. Ed. Original: Madrid, Editorial América, 1924. Biblioteca Virtual Luis Angel Arango, Banco de la República, Colombia.
Un cordial saludo
Dr. Guillermo Planas Girón
Dermatología-Dermatopatología
Caracas-Venezuela
Quisiera reproducir un artículo que escribí para el diario El Universal el 12 de Febrero de 1992, en ocasión de un familiar con el que tuvimos que vivir la realidad de la actual medicina.
AB IMO PECTORE
¿Hacia dónde vamos con la tecnificación?
¿Dónde ha quedado el SER médico?
Muchas veces, imbuidos en la vorágine del quehacer diario no hacemos un alto para practicar una introspección sobre el papel de vida que hemos escogido y sólo nos preocupamos por tratar las enfermedades descuidando a los enfermos. Estamos convertidos en técnicos con más o menos conocimientos de la parcela del saber a la que nos dedicamos sin percatarnos que antes que todo tenemos una profesión humanista, en el sentido literal de la palabra.
El pasado diciembre tuve ocasión de inmiscuirme en el mundo médico, del otro lado del muro, el del familiar o allegado del paciente que solicita los servicios de nuestros colegas.
Durante muchos azarosos días, aún viviéndolos, pude constatar que la medicina “ab imo pectore”, con todo aquello de Esculapio, Hipócrates, Avicena, Maimonides y toda la cohorte de deidades de nuestra profesión ha sido desplazada por los “chips”, el celular, los exámenes paraclínicos y sobre todo el dinero, el vil metal.
En la aventura pasada pude observar a toda una gama médica escudada por una infraestructura hospitalaria de alta tecnología y de indudable prestación óptima de servicios, aunque insaciable en el ansia de provecho económico.
Pude conocer médicos, amigos o no, que rápidamente se desentendieron del problema, bien porque consideraron que no había nada más que hacer o bien porque ya tenían la faltriquera llena y el “caso” resultaba un “cangrejo”.
La lluvia de exámenes paraclínicos (hematología, química, radiografías, cultivos, etc.) sobrepasó los límites más exagerados. No se dejó nada a la observación.
Se utilizó al máximo el recurso de la interconsulta médica con duplicación de información y cruxifición del enfermo a fuerza de solicitud de estudio. Cuando tímidamente quise solicitar orden y concierto, a poco se me pisoteó como vil mortal que había infringido el “sagrado saber de la deidad”.
Para casi todos era un “dermatólogo”, sin conocimiento médico (bajo nivel de prestigio de nuestra especialidad), ninguno se dio cuenta que además de médico, estaba asumiendo el derecho del enfermo como tal.
Constaté también la existencia de médicos humanos y utilizando el recurso de la tecnificación, se logro salvar la vida a un paciente con un pronóstico inicial muy negro. A veces me pregunto ¿Dónde está el derecho del paciente a optar por una buena calidad de vida? La respuesta, difícil y lenta, sería el producto de la prolongación de una reflexión primaria, el segundo capítulo del episodio, tan importante como el primero.
Al fin, luego de un tormentoso mes y buena parte de los ahorros de toda la vida del paciente, lo egresaron a un cuarto, convertido en clínica, y a un médico como el de Moliere, “a palos”.